Por: Luis Carbajal C.
Todos llevamos en la memoria a un profesor que marcó nuestras vidas. No tanto por las fórmulas que enseñó o los exámenes que corrigió, sino por cómo nos hizo sentir. En mi caso, ese maestro es una persona culta, apasionada por el conocimiento, siempre con algo interesante que compartir. Es quien me impactó por su capacidad de conectarse con nosotros, de mirar más allá del alumno y ver a la persona.
Porque entendí que una clase puede estar llena de datos y, aun así, sentirse vacía si le falta lo esencial: alma, empatía y vocación. Y ese es el profesor que todos necesitamos, el que no solo transmite contenidos, sino que construye aprendizajes junto a nosotros. Su verdadera misión es formar personas con pensamiento crítico, con carácter y con valores que guíen nuestra vida, más allá de las calificaciones.
Hoy entiendo las palabras de Candelaria Zegarra, al referirse a nuestros profesores como “maestros”: a ese que no solo es experto en su materia, sino también es aquel que pregunta cómo estamos, que nos ofrece su ayuda sin que se la pidiéramos, que escucha de verdad. Con gestos sencillos —una palabra, una mirada, un consejo— nos muestra que la educación también pasa por el corazón.
Y entonces entendimos todos que no basta con ser brillantes en lo académico si no cultivamos también nuestra humanidad. Que no se trata solo saber, sino de ser. Que la educación verdadera nos enseña a pensar, sí, pero también a sentir, a actuar con justicia, a comprometernos con los demás y con el mundo.
Por eso, los buenos maestros no solo enseñan. Forman, inspiran y Transforman. Nos preparan no solo para rendir pruebas, sino para vivir con sentido. Nos ayudan a construir un criterio, a mantener la esperanza y a buscar siempre el bien, aun en medio de la confusión.

















